JORGE FERNANDEZ MENENDEZ (EXCELSIOR)
´/*La muerte de los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales El Gallo y Joaquín César Mora Salazar El Morita, asesinados durante un ataque armado en una iglesia en el municipio de Urique, en Chihuahua, no puede ser tomado como un episodio más en una espiral de violencia que convirtió, apenas ayer, a la administración López Obrador en la que mayor cantidad de asesinatos ha vivido en la historia posrevolucionaria de México, muchos más que en el sexenio de Felipe Calderón o de Enrique Peña Nieto y cuando van apenas cuatro años de mandato.
Resulta incomprensible que se diga que esas muertes fueron “circunstanciales”, algo así como fortuitas, porque las víctimas estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado. Primero porque ningún asesinato perpetrado a sangre fría y de esa manera es “circunstancial”: es parte de un proceso que, como decíamos apenas ayer y como hemos insistido durante meses, está marcado por la impunidad y el abandono de autoridades que, con indiferencia, ven cómo se multiplica el número de muertos y desaparecidos y no asumen, siquiera, el compromiso de revisar una estrategia que de tal no tiene nada: es simplemente una suma de consignas sin sustento en la realidad, una realidad en la que las fuerzas de seguridad suelen terminar, también, siendo víctimas.
No es “circunstancial” porque los dos sacerdotes asesinados eran, desde hace muchos años, décadas, hombres comprometidos con las comunidades tarahumaras y campesinas locales, que están a merced de grupos criminales que expolian la zona y la sociedad, sobre todo a los más pobres. Son siete los sacerdotes asesinados en lo que va del sexenio y en este año, el otro sacerdote asesinado, el padre el padre José Guadalupe Rivas, muerto el 15 de mayo pasado, en un rancho cercano a Tecate, Baja California, era, como los asesinados en Urique, activistas sociales, en su caso al frente de la Casa del Migrante de Nuestra Señora de Guadalupe, en Tecate, donde brindaba hospedaje y alimentación a migrantes que intentan cruzar hacia Estados Unidos. Los dos casos no están relacionados, pero sí lo está el compromiso de los tres sacerdotes con sus comunidades, explotadas continuamente por grupos criminales que tienen amplia hegemonía en esas regiones. Por cierto, Urique es parte de lo que se conoce como el Triángulo Dorado.
No es “circunstancial”, porque en un crimen casual, los delincuentes no se llevan con ellos los restos de las víctimas. Los sicarios tuvieron tiempo de matar, dentro de la iglesia, a los dos sacerdotes, a la tercera persona que se supone perseguían (se dijo que un guía de turistas) y de llevarse en una camioneta los cuerpos de los tres, a pesar de que un sacerdote de la misma iglesia donde fueron asesinados les pidió que no lo hicieran. Dijeron que tenían órdenes de sus jefes de llevarse los restos.
La iglesia católica tiene una actitud poco clara respecto al crimen organizado. Mientras muchos religiosos terminan siendo víctimas del mismo, otros apuestan a tener diálogo, incluso acuerdos con grupos criminales. No hace falta ir, muchos años atrás, con casos como la relación de los Arellano Félix con los hombres de la iglesia, a pesar de haber sido responsables del asesinato del cardenal Posadas Ocampo, en Guadalajara, cuando supuestamente lo confundieron con El Chapo Guzmán y que acabó incluso, en una reunión en la sede del Episcopado de los hermanos Arellano con el nuncio GirolamoPrigione.
En la actualidad en otra zona de terrible violencia como es Chilpancingo-Chilapa, en Guerrero, el anterior obispo, Salvador Rangel, insistía públicamente en la relación que mantenía con los jefes del Cártel de Los Ardillos, hegemónicos en la región, un diálogo que su sucesor, el también franciscano José de Jesús González Hernández, nombrado en febrero pasado obispo de la diócesis de Chilpancingo-Chilapa, ha asegurado que continuará, incluso diferenciando, dijo entre narcos buenos y malos. Lo cierto es que Los Ardillos es uno de los grupos criminales más violentos del estado y tienen sometida a la población, enfrentados a su vez con otras organizaciones criminales.
Los abrazos, no balazos siguen generando tiros al por mayor, matando a víctimas inocentes y dejan al Estado mexicano cada día más indefenso ante sus agresores. Insistimos en un tema en el que se confunde el gobierno federal: no estamos en una guerra civil, tampoco ante un movimiento insurgente como a veces parece entenderlo el propio presidente López Obrador, con el que se puede establecer un diálogo y un acuerdo de paz; no se puede hablar de pacificación y diálogo con los grupos criminales como lo plantean los obispos de Chilpancingo-Chilapa y muchos otros: estamos ante organizaciones criminales que no tienen otro paradigma más allá de su propio poder, que ganan a través de la expoliación de la sociedad por innumerables vías que van mucho más allá del narcotráfico.
La única opción es enfrentarse diaria y cotidianamente con ellas, combatir todas sus manifestaciones, desarticular sus redes, llevar a su jefes y operadores ante la justicia. Eso a veces se hace, otras no, a veces las fuerzas de seguridad actúan y lo hacen a riesgo de sus vidas, pero lo que contamina todo es el mensaje político, el que quiere ver como circunstancial, casi casual, un drama que envuelve ya a toda la sociedad desde hace cuatro sexenios.