El efecto Bukele

Pocas cosas en la historia reciente de América Latina son más sorprendentes que lo que ha logrado Nayib Bukele en El Salvador, que el domingo fue reelegido con más del 80 por ciento de los votos para una presidencia que, quién sabe cuánto se prolongará en el tiempo. El efecto Bukele no deja de ser la consecuencia de una política populista y autoritaria (él mismo declaró el domingo que con su triunfo comenzaba “una democracia de partido único”), pero es resultado también del indiscutible éxito que ha tenido en su estrategia de seguridad.

JORGE FERNÁNDEZ MENÉNDEZ (EXCELSIOR)

Pocas cosas en la historia reciente de América Latina son más sorprendentes que lo que ha logrado Nayib Bukele en El Salvador, que el domingo fue reelegido con más del 80 por ciento de los votos para una presidencia que, quién sabe cuánto se prolongará en el tiempo. El efecto Bukele no deja de ser la consecuencia de una política populista y autoritaria (él mismo declaró el domingo que con su triunfo comenzaba “una democracia de partido único”), pero es resultado también del indiscutible éxito que ha tenido en su estrategia de seguridad.

Hace cuatro años, cuando asumió el poder, El Salvador era el país más violento e inseguro de América Latina. Estaba azotado por las diferentes bandas conocidas como las Mara Salvatrucha, que tenían el control de aproximadamente 85% del territorio nacional. Las bandas mandaban, cobraban piso, extorsionaban, secuestraban y mataban. Además, se desplegaban fuera del país, con presencia creciente en Honduras y Guatemala, y con fuertes bases en la costa oeste de la Unión Americana (las maras nacieron en las cárceles de Los Ángeles, con detenidos salvadoreños de bandas callejeras que se dedicaban al narcomenudeo).

Bukele comenzó su gobierno de forma incierta. Su primer intento fue negociar con las maras, pero una ola de asesinatos acabó con cualquier pacto posible. Decidió implementar un programa de seguridad muy estricto que comenzó a dar resultados rápidos y cuando hace dos años ganó la mayoría en el Congreso impuso el llamado régimen de excepción, congelando algunas libertades y derechos, encarcelando sin derecho a libertad condicional y a veces hasta sin juicio a pandilleros de todo nivel y manteniéndolos detenidos en una macrocárcel de alta seguridad con medidas draconianas (los familiares tienen, por ejemplo, que pagar por la comida y la manutención de sus detenidos).

Con un fuerte despliegue de fuerzas policiales y militares logró desmantelar a las bandas y muchos de sus integrantes, los que no fueron detenidos, prefirieron abandonar el país. En las cárceles de máxima seguridad hay unos 50 mil presos.

Ha habido y hay muchas quejas de organizaciones nacionales e internacionales por violaciones de derechos humanos y por la suspensión de garantías, pero el dato duro es que el año pasado la tasa homicidios fue de 2.4 por cada 100 mil habitantes, la más baja de América, sólo por debajo de Canadá, y este 2024 se sigue reduciendo. Sólo como ejemplo, en el mismo 2023, en México la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes fue de 25.9, unas diez veces más que la de El Salvador. Y por esa recuperación de la seguridad la gente ha votado masivamente a Bukele.

El Salvador es un país pequeño que ha vivido casi toda su vida independiente sufriendo dictaduras, guerras civiles, una violencia generalizada. El conflicto armado de los años 70 y 80 terminó con los acuerdos de paz firmados en México en 1991 y desde entonces los gobiernos se alternaron entre los partidos que habían sido los contrincantes de la guerra civil: el izquierdista FMLN y el conservador ARENA. Pero el verdadero poder, el de las maras, desde principios de los 90 parecía incontenible. Bukele comenzó como alcalde de un municipio del Frente Farabundo Martí, terminó rompiendo con ese partido, se alió con fuerzas menores de derecha y sorpresivamente hace cuatro años ganó la presidencia del país, prometiendo lo que más exigía la gente: seguridad.

Pocas cosas en la historia reciente de América Latina son más sorprendentes que lo que ha logrado Nayib Bukele en El Salvador, que el domingo fue reelegido con más del 80 por ciento de los votos para una presidencia que, quién sabe cuánto se prolongará en el tiempo. El efecto Bukele no deja de ser la consecuencia de una política populista y autoritaria (él mismo declaró el domingo que con su triunfo comenzaba “una democracia de partido único”), pero es resultado también del indiscutible éxito que ha tenido en su estrategia de seguridad.

Lo ha cumplido con creces, aunque en el camino se han perdido derechos y libertades, y subsisten carencias en salud y educación. En lo económico, aceptó las criptomonedas como forma legal de operaciones (no siempre le fue bien) y mantuvo la dolarización que había sido aprobada desde 2001. Pero rompió muchos de los esquemas de lavado de dinero con lo que se habían alimentado, gracias a la dolarización, las bandas y los grupos criminales.

No me gusta el esquema de Bukele. Otras experiencias han demostrado que se puede reducir la violencia y la inseguridad sin la necesidad de acotar tan drásticamente las libertades. Pero lo que sí demuestra Bukele es que, con determinación, incluso en lo que se percibía casi como un Estado fallido, como el de El Salvador, los gobiernos pueden derrotar a los criminales y que eso tiene un premio político y social indiscutible.

Apostar a la seguridad a toda costa es lo que ha diferenciado al régimen de Bukele de otros populismos latinoamericanos, como el de México, Venezuela, Nicaragua, Colombia, Bolivia o Perú. Habrá que esperar para saber la deriva final de Bukele, si la lucha contra las maras se puede mantener en el tiempo, si acepta restablecer libertades garantizando al mismo tiempo la seguridad, si no se convierte en un dictador más, si finalmente la economía salvadoreña logra despegar.

Lo que es cierto es que, guste o no, ha logrado una base de estabilidad que le permite construir algo nuevo. No existen democracias, como dice Bukele, de partido único, pero tampoco terminan siendo democracias los estados controlados por los criminales. La gente valora y exige, antes que nada, su seguridad.

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