La última batalla de AMLO

Alberto Aguirre | OPINIÓN

Quedan 35 semanas a la presidencia de Andrés Manuel López Obrador. Después se irá a La Chingada. Antes, fiel a su estilo único de gobernar, el líder tabasqueño seguirá marcando la agenda setting… al margen de la restrictiva legislación electoral vigente.

Al arranque del último periodo ordinario de sesiones de la LXV Legislatura del Congreso de la Unión estaba por confirmarse si el Ejecutivo federal recurriría a su facultad para presentar como iniciativa preferente su paquete de 11 reformas constitucionales, que abarcan el nuevo sistema de pensiones y la redefinición del aparato institucional de contrapesos.

La oposición ha decidido no dejar que la Cuarta Transformación le arranque otra bandera y ha adelantado que no bloqueará la discusión sobre las pensiones. Su candidata presidencial y sus asesores priistas tal vez no conozcan o no han consultado el diccionarios sobre el populismo de Oxford. De haberlo hecho, no habría tomado esa ruta.

Nada raro, después de cinco años de diagnósticos erróneos. Sin distinguir entre lo que es el movimiento y el poder gobernante, los opositores a la Cuarta Transformación tampoco atinan, ante las implicaciones de la propuesta presidencial, que —en teoría— busca potenciar el derecho de los ciudadanos a participar, tanto en el poder informal de la creación de opinión, como en la designación formal de legisladores y los integrantes del Poder Judicial.

Hay amplia literatura para sostener que es inexacto tratar al populismo como equivalente a los “movimientos sociales”, los movimientos de protesta o “lo popular”. El populismo como movimiento es distinto al populismo como poder dentro del Estado. La hostilidad imperante hacia el pluralismo de partidos, los principios de la democracia constitucional y la división de poderes son la ratificación de muchos tratados de teoría política.

Una (no) obviedad: el populismo es inherentemente hostil a los mecanismos y, en última instancia, a los valores, comúnmente asociados con el constitucionalismo, a saber: las restricciones a la voluntad de la mayoría, los controles y equilibrios, y la protección de las minorías. Detrás de este supuesto anti-institucionalismo está otro lugar común: la creencia (falsa) de que los populistas rechazan la “representación” y en su lugar optan por la “democracia directa”.

¿El populismo es contrario al constitucionalismo?

Los académicos que luego se convirtieron en autoridades electorales —léase José Woldenberg, Lorenzo Córdova, Ciro Murayama y otros estudiosos de Norberto Bobbio y la Escuela de Turín— saben que en su fase como poder gobernante, el populismo engendra a gobiernos que buscan construir un mayoritarismo extremo con las reglas democráticas vigentes. Una nueva Constitución no estuvo en la hoja de ruta de la Cuarta Transformación.

Su meta —está claro— es la construcción de una mayoría más amplia e intensa de la alcanzada en 2018. La política parlamentaria que (para bien o para mal) guió Ricardo Monreal tendrá una última prueba. Ya le tocará a Marcelo Ebrard completar la tarea.

De la simplificación de los intereses sociales y la polarización política, hasta el cesarismo y la centralidad de la decisión sobre la deliberación. La intensidad del debate ha postergado llegar a las respuestas básicas: ¿El populismo es antidemocrático o una afirmación radical de la misma? ¿El populismo y la democracia son antagónicos o descansan sobre el mismo principio y pretenden ser el gobierno del pueblo?

Ahora mismo, con AMLO en su última ofensiva legislativa, queda claro que cuando pretende implementar su agenda a través del poder del Estado, el populismo entra en competencia directa con la democracia constitucional por el significado y la expresión del pueblo. El sistema de partidos —y no otra cosa— es lo que está en cuestión.

Publicado por El Economista

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