Todos los martes y jueves de la semana, el colectivo ‘Deportados Unidos en la Lucha’ acude a la puerta ‘N’ del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM) para ayudar a reinsertarse en México a miles de personas deportadas de Estados Unidos, que se quedaron sin familia y sin empleo.
La puerta “N” se encuentra en un rincón alejado del AICM. Tan solo en el primer semestre de este 2018, llegaron por allí 8 mil 186 mexicanos deportados de Norteamérica.
Al llegar a la puerta ‘N’, es evidente que la atmósfera es muy distinta al resto del aeropuerto. A diferencia de las escenas de abrazos y alegría que se vive por el arribo de pasajeros internacionales, aquí los deportados salen en silencio. Con la mirada perdida, y cargando sus pertenencias en un costal de plástico muy parecido a los que se usan para transportar azúcar o harina.
Tampoco hay gritos de reencuentro con familiares, parejas, o hijos. Ni globos que digan ‘te amo’, o cartulinas con mensajes de ‘bienvenido a casa’.
En realidad, al otro lado de la puerta solo espera un pequeño grupo de cinco activistas, entre ellos Adán. Un mexicano de 46 años de edad que viste una playera negra que reza ‘Deportado, pero no derrotado’, y que es voluntario de ‘Deportados Unidos en la Lucha’, un colectivo creado en diciembre de 2016 en la Ciudad de México que apoya a migrantes retornados ofreciéndoles desde una llamada telefónica para contactar a sus familiares, hasta asesorías sobre cómo aplicar a los programas gubernamentales para la búsqueda de empleo o, en algunos casos, ofreciendo una cama y un techo durante un par de días en un pequeño albergue ubicado en la colonia Santa María La Ribera, delegación Cuauhtémoc.
Parado frente a la puerta, Adán observa a la gente. La mayoría son jóvenes de entre 18 y 25 años, aunque también hay quienes pasan los 40. Todos traen el gesto hosco, malhumorados. Y todos miran a su alrededor desconfiados.
“Una deportación es algo muy duro de asimilar –reflexiona Adán-. Pero es más humillante cuando vienes en ese avión y ves que Estados Unidos, el país por el que apostaste todo, y donde dejas a tu familia, te expulsa con un costal de harina para tus pertenencias”.
Adán sabe muy bien de lo que habla. Llevaba 16 años en Las Vegas trabajando en un negocio de limusinas, cuando una madrugada de camino al trabajo una patrulla de policía lo detuvo porque no contaba con licencia de conducir, y lo entregó a los agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos, el ICE por sus siglas en inglés. A partir de ahí todo transcurrió muy rápido: lo encerraron en un centro de detención federal y en solo 25 días ya estaba esposado de pies y manos y arriba de un avión que lo trajo a esta misma fila que ahora observa con ojos pálidos.
A su retorno a México, hace año y medio, Adán cuenta que se encontró un panorama igual de desolador. No había nadie para recibirlo. Nadie que le ofreciera apoyo psicológico, una llamada telefónica, asesoría laboral, o ni la mínima orientación para llegar siquiera a la estación del metro más cercana.
Por ello, junto a la activista Ana Laura López y otros voluntarios del colectivo ‘Deportados Unidos en la Lucha’, tomó la decisión de venir todos los martes y jueves a la puerta ‘N’ para ayudar con lo que puede.
Algunas veces, apoyan con un puñado de trípticos informativos, o con unas palabras de aliento para que sepan que “no están solos”. Y otras, cuando se puede, con una ayuda para comprar un boleto de camión, o cambiando mochilas por los costales, con el objetivo de “dignificar” un proceso tan doloroso como la deportación.
“La gente cuando llega lo primero que te pregunta es dónde pueden comprar una mochila -cuenta por su parte Ana Laura López-. No quieren llegar con sus cosas en un costal de harina porque les da vergüenza. Por eso nosotros les cambiamos los costales por las mochilas”.
“Trump me rompió la vida”
Yair acaba de bajar del avión con ese costal de plástico. Según las estadísticas oficiales de México, él es uno de los 190 mil 296 mexicanos que han sido deportados de Estados Unidos en tan solo el primer semestre de este 2018.
Apenas 23 años, y aunque se defiende hablando la lengua castellana, se nota en su acento que pasó la última década de su vida instalando aparatos de aire acondicionado en Carolina del Norte.
“El ICE nos trata como criminales”, espeta Yair, en sus primeras palabras de vuelta a México. “En el avión te sientes triste y avergonzado -añade-. Te dan este costal y te traen esposado, como si fueras un delincuente”.
Juan, como Adán, cuenta que también fue detenido por la policía debido a una infracción de tránsito y de ahí fue puesto a disposición del ICE. Aunque su caso fue más tardado: pasó cuatro meses dando tumbos por varias estaciones migratorias de Atlanta y Nuevo México, tratando de apelar su caso con el argumento de que no cometió un delito grave. Pero fue en vano.
“Puedes apelar con abogados, pero la verdad es que pierdes el tiempo –dice tajante-. No hay opción de que puedas ganar. Si peleas, tal vez puedas estar medio año, un año, o dos, pero todo ese tiempo estás encerrado en una cárcel y yo no soy un delincuente. Yo emigré a Estados Unidos para trabajar”.
Mientras habla, Juan, que tiene 56 años y las manos agrietadas de colocar ladrillos, no para de negar con la cabeza. Su deportación es por los próximos diez años y teme que nunca pueda regresar al país donde dejó a su esposa y dos hijas. “Estoy devastado –murmura aguantando las lágrimas-. No sé qué voy a hacer. Trump me rompió la vida”.
“Deportado, pero no derrotado”
La activista Ana Laura López también conoce en primera persona la experiencia traumática de la deportación. Tras 16 años de vivir sin documentos en Chicago, Illinois, cuenta que tomó una “decisión radical”: salir de Estados Unidos, pedir perdón legal y tratar de volver a entrar, pero, esta vez, con su situación migratoria en regla.
Sin embargo, las cosas no salieron como ella pensaba. Justo antes de traspasar la puerta del avión, dos agentes del ICE la detuvieron para, con el boleto que ella misma había comprado, deportarla y prohibirle la entrada durante los próximos 20 años.
En México, el reinicio fue duro. Las primeras semanas, incluso, decidió vivir en un hotel para alejarse del mundo.
“Mucha gente aquí pensaba que yo tenía los papeles en Estados Unidos. Y sí, lo reconozco, me daba vergüenza decir que era deportada”, explica.
El primer paso para ella fue encontrar trabajo. Desde Arise Chicago, una organización civil donde adquirió conocimientos como activista defensora de los derechos de los migrantes, le recomendaron que fuera a la Secretaría del Trabajo de la Ciudad de México para tramitar el seguro de desempleo y la inscripción en la bolsa de trabajo.
Lo hace, y a los pocos días, la llaman para que asista a una entrega simbólica del seguro, en un evento al que también asisten muchos mexicanos deportados y retornados.
En ese evento nace la semilla de lo que hoy es el colectivo ‘Deportados Unidos en la Lucha’, que tomó por bandera el mensaje que rezan las playeras que ellos mismos producen en un taller y que venden para recaudar fondos y continuar con la ayuda: “Deportado, pero no derrotado”. Un lema, explica Ana Laura, que tiene mucho que ver con dos de los temas que más trabajan en el colectivo, que son recuperar la autoestima de la persona, por un lado, y el combate contra los estigmas, por otro.
“En Estados Unidos, si trabajas en la construcción, por ejemplo, además de ser un empleo bien remunerado, también goza de un buen estatus social. En cambio, en México, no tienes un buen sueldo, ni tampoco esa condición social. Y esto genera un problema emocional terrible, que es la autoestima baja”, plantea la activista, que sobre este punto señala que formar parte del colectivo también sirve a muchos migrantes como terapia grupal.