ARTE CON SABOR A TEJUINO. MAGNOLIA: UN BALLET, UNA DOLOROSA OBVIEDAD.

ARTE CON SABOR A TEJUINO.

MAGNOLIA: UN BALLET, UNA DOLOROSA OBVIEDAD.

Miguel Ángel Domínguez Mancillas.

 

Un humilde narrador a unos minutos de empezada la película opina sobre el semi fallido intento de suicidio de Sydney Barringer, un caso tan complejo (se estudia en clases de derecho penal) y ácido (le abre el telón a esta película) que no puede ser solo una coincidencia: “Esto no es solo algo que pasa. Esto no puede ser una de esas cosas. Esto, por favor, no puede ser eso”, se dice a sí misma la voice en off antes de dar paso a los créditos iniciales de la cinta del 99, Magnolia, dirigida por Paul Thomas Anderson.

El monólogo inicial que describe este evento termina con una plegaria, esperando (pidiendo) que esa situación tan bien elaborada por el azar no se quede solo en eso, tiene que haber algo más, un propósito. Esa búsqueda del sentido (o temor al sinsentido) es uno de los elementos definitivos del cine de PTA, cuyas sensibilidades y manejos de angustias puliría con el tiempo en obras más contenidas y refinadas.

Después del éxito de Boogie Nights, PTA tuvo la libertad por parte de New Line Cinema de hacer lo que quisiera, oportunidad que vio como única en su carrera. Originalmente la escala de la historia sería pequeña y de naturaleza íntima, mas terminó por desbordarse en las sufridas (no para mal) tres horas de personajes afrontando distintos (ni tanto) problemas en el lapso de un día lluvioso. Cancerígena, misógina, drogadicta, moribunda, mucho amor que dar, poco que recibir y todo el odio con el que uno puede abofetear, vomitado.

Una anomalía en la industria, pues desde ese entonces la única otra película de corte mainstream que ha excedido esa duración ha sido la reciente The Irishman de Scorsese, testamento a la grandeza (lease como quiera) de la cinta, su creador y las agallas que la productora tuvo para respaldarla.

Magnolia es un ballet: la elegancia viste con telas transparentes un desgarrador baile que se avienta de un lado a otro, gira en sí mismo, se desliza intenso por un suelo liso tramposo; gritas con el cuerpo.

Esos gritos se transportan a todas las piezas del lenguaje cinematográfico: la fotografía de Robert Elswitt nos agitan sin salirse del delgado hilo conductor que es la banda sonora de Jon Brion con la que atravesamos cada escena, golpe y rugido que desalojan las entrañas de la cinta. Un aullido cuestionando al aire que baja sino con más dudas, apenas respondidas por el sentir (padecer) que generó tal despotrique. Y es que en su tiempo ni el mismo PTA tenía mucha idea de qué trataba la cinta (ahora reprocha su duración), solo sabía que era sobre él y lo que lo rodeaba.

Es esa dolorosa obviedad con la que expresa los terrores de la incertidumbre, efectista agobiante, la que atrae y repudia. Son sus personajes llorando, sufriendo, gritando, insultando, soltando las ganas, reprimiendo los deseos, cerrando los ciclos con los que le implora al vacío que haya fondo. Los rostros en pantalla afrontan la cámara, el lado que, se supone, no existe; solo nos falta afrontarla junto a ellos.

Miguel Ángel Domínguez Mancillas. @RealKinoGuyHere

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